Imagen de Luis Poirot |
“Aquí va un muchacho nadando sobre las
piedras en la salida de una alcantarilla, será buen símbolo para nosotros que
no vemos más que miserias, para que tomemos la vista y nos oigamos palpitar
serenos por dentro”.
Sergio Larraín, sobe una foto de su
serie sobre los niños del Mapocho.
Ahora que me entrampo
vergonzosamente en absurdos e
irrelevantes problemas cotidianos del tipo “falla en mi disco duro externo” o
“la Marita no quiere hacer su cama” me llegan de sopetón, casi como un
cachetazo en plena testa, noticias para volver ha despabilarme: Sergio Larraín
ha muerto.
Ahora que la muerte de Larraín se vuelve
también (y es entendible) la imparable
venganza del cliché y el materialismo que él detestaba, se hace necesario
moderar un poco el entusiasmo, bajar un poco la voz, pensar un poco en el
hombre que trató por más de 40 años en salir a flote luego de aquella avalancha
de prestigio y frivolidad que de pronto lo azotó, irónicamente por su propio
enorme talento.
Señalar a Sergio Larrain Echeñique sólo como
el más importante fotógrafo chileno de todos los tiempos es al mismo tiempo una
verdad y una traición. Alguien que en plena realización laboral haya dejado la
fama, el dinero y a Paris, cambiándola por la austeridad y la meditación en
Tulahuén, un perdido pueblo al interior de una perdida montaña chilena merece
también ser recordado como el hombre que quiso ser desde entonces algo (mucho)
más que un fotógrafo.
El camino hacia el éxito puede ser
recorrido también por algunos en la forma inversa y quizás sea aquella la forma
más difícil de hacerlo. Sergio Larraín escapó dos veces del dinero y la
comodidad. La primera dándole la espalda al colchón de su apellido por allá por
1940 y tantos, optando por dejar la universidad gringa para recorrer caminos sin
dirección a ningún título, buscando imágenes que le fueran contando un poco
sobre como era él realmente, cosas que ni la academia ni su adinerada familia
pudieron contarle. Pensó entonces que la fotografía iba a decírselo. Un
rectángulo en su mano a manera de oráculo.
Me lo confirmó su amigo Luis Poirot hace
muy poco cuando le insistí que lo recordáramos “Sus fotos tan alabadas en sus
libros no son precisamente sobre Valparaíso o Londres, sino sobre él mismo,
sobre la desolación de un hombre encuadrando desde el suelo al nivel de los
perros y las prostitutas, los marineros que van de paso por el Puerto, porque
él tampoco sabía a dónde pertenecía”.
Seguramente su Leica IIIC no consiguió
darle todas las respuestas, aunque sí otras cosas, claro que al parecer más
para el mundo que para él mismo. Por ejemplo que Edward Steichen le firmara
cheques por sus fotos, que Neruda le pidiera imágenes para su libro, que el
mismo Cartier Bresson le abriera con honores las infranqueables puertas de la
Agencia Magnum, hacerse amigo de Violeta e inspirar a Cortázar para uno de sus
mejores cuentos, "Las Babas del Diablo", que luego iba a inspirar una
de las mejores películas de Antonnioni, la influyente “Blow Up”.
Galeano contaba la historia de una tribu
indígena del Amazonas donde para una competencia, (sacrílega a estas alturas
para occidente), vencía el que lanzaba más pertenencias materiales hacia el
fuego. Y los 60 fueron para Larraín un poco eso.
Volver sobre las mismas pisadas que en
los 50 lo instalaron en la cima del fotoperiodismo mundial, a su manera enviar
al fuego los negativos sin revelar de una vida que no daba con las respuestas
que seguía buscando. Ciertamente nada de lo conseguido en Europa fue al parecer
suficiente y aquello que para muchos era la cima, el fin, para Larraín no fue
más que un nuevo comienzo. Fue volviendo desde Londres, Paris y Nueva York
hasta Santiago, Arica y finalmente Tulahuén. En el intertanto alejándose de la
exposición y acercándose más que nunca al misticismo, el LSD, Claudio Naranjo y
Oscar Ichazo.
Ocurrió entonces la segunda vez que le
dio la espalda al dinero, la comodidad y ahora incluso, a la fama. Su renuncia
a la Magnum en 1970 no fue tan sólo el adiós a la más importante agencia
fotográfica del mundo, lo fue también a la fotografía. De paso, y para hacer
más perfecta la analogía, tiró también al fuego los negativos de su obra. Fue
Josef Koudelka quien alcanzó a realizar algunas copias y con ello evitar que
hoy estuviésemos hablando de Larraín como como se habla de Robert Johnson, más
por mitología que por nada.
Desde entonces se dedicó a cosas que por
las que nadie pagaría un peso, sus clases de Yoga los segundos martes de cada
mes, la metafísica, la escritura de versos, la edición de libros artesanales
para regalo. Colgó la cámara y con ello su leyenda, aun cuándo sus fotografías
y agotados libros seguían (siguen) costando miles de dólares en el mercado. Ya
no era asunto de él. A medida que el
mundo lo fue entendiendo, dejó también de ser necesario e importante repetir la
inútil peregrinación hasta la puerta de su casa con sesudas, largas y aburridas
preguntas sobre su obra. Con su renuncia pasó a ser el mismo su mejor obra, la
más integral, coherente y en constante creación, viva como el presente que
parecía abrírsele infinito entre los estrechos parajes del Valle del Limarí.
Del pasado que hablaran las fotos, si se hacía necesario hablarlo.
Fue el propio Larrain quien declaró que
no daría más entrevistas (y fue El País, fue el New York Times y fueron
tantos…) hasta que el gobierno chileno no se preocupara del medioambiente. En
esas estaba hasta que vino la muerte a despertarle, casi sin molestarle, como
un paso más en el camino, este martes 7 de febrero a las 9 de la mañana.
Desde entonces (como desde hace mucho) a
falta de uno ahora tenemos dos Sergios a quienes recordar: el primero, un
brillante fotógrafo, poseedor de un insuperable sentido de la composición y que
deslumbró a la Europa de los años 50 influenciado desde entonces a miles de
artistas en el mundo; y el otro, menos conocido quizás pero no por ello menos
importante, tan sólo un hombre común y corriente con la intención, la valentía
y el poder de hacer la revolución más importante y honesta de todas, aquella
que parte y termina donde uno, armado de un corazón y una esperanza que acaso
no alcance a entrar en los almanaques de occidente. De los dos, y no de uno
sólo de ellos, debería estar hecha esta historia, su historia, la verdadera
leyenda.
Rodrigo Acuña Bravo
Publicado en: Luces y
Sombras.blogspot.com
1 comentario:
Los autodesaparecidos reaparecen cuando los obituarios hablan de desaparición física("los chilenos tenemos predileccion por el fino arte de la ausencia"). Como el Ché y Allende, no necesitaba demostrar nada y no tenía nada que perder porque nació teniéndolo todo.
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