martes, 11 de septiembre de 2012

ACCIONES


Jaime Retamal

Una tesis del rector Carlos Peña dada a conocer hace algunos días resulta muy interesante de analizar. De acuerdo a ella, Andrés Chadwick rechazó el “camino” de Jaime Guzmán en la dictadura, al hacer público su arrepentimiento por haber trabajado activamente para Pinochet.
El camino de Jaime Guzmán habría consistido en aceptar, trabajar y promover la modernización revolucionaria que acometía Pinochet y sus Chicago Boys, al mismo tiempo que, ahí el punto de Carlos Peña, se hacía vista gorda ante el horror criminal y asesino del dictador, ante esa profunda banalidad diabólica y cotidiana del mal, el miedo y la muerte.

Se trató de una connivencia estratégica entre el bien (la modernización) y el mal (la violación y el crimen) que permitió a Jaime Guzmán y a sus chicos, operar políticamente desde dentro de la dictadura sin problemas de conciencia: la clásica compensación del mal —considerado como menor— con un bien —considerado mayor—. Al arrepentirse —argumenta el rector Peña— Chadwick rechazaría por errónea y frustrada esta doctrina de Guzmán.

Es una tesis arriesgada que confronta no a Chadwick con Pinochet, sino que precisamente con Guzmán, su mentor espiritual, político e ideológico.

Del arrepentimiento al poder

Los riesgos de la tesis están en su supuesto: absolutiza lo que llama el “camino”, perdiendo de vista el verdadero interés de un político de marca mayor como Guzmán.  A la larga, lo pauperiza peligrosamente, pues lleva a un prejuicio inoperante de comprensión de nuestra historia reciente.
Una simple pregunta devela el riesgo de la tesis.  En efecto, si Chadwick lo hizo, si Chadwick se arrepintió por lo que se arrepintió, ¿cualquier UDI podría también hacerlo?  La respuesta es simple: por qué no.
Toda la UDI podría hacerlo.  Con solemnidad, en un acto público, frente a La Moneda en el altar de la Patria, o en el Templo Votivo de Maipú, o en el mismísimo memorial de Jaime Guzmán.  Arrepentirse de haber apoyado una dictadura que violó sistemáticamente los derechos humanos.

¿Y qué?… Más simple todavía: ¿y?
Quiero decir que es riesgosa la tesis de Carlos Peña porque incluso es posible pensar —resulta hasta evidente— que el mismo Jaime Guzmán podría hacerlo, seguir el ejemplo de Chadwick: no pensarlo sería homologarlo a un Pérez de Arce cualquiera.  El becerro de oro para Jaime Guzmán no fue Pinochet, pues sería sin duda rebajarlo; lo que Guzmán adoraba e idolatraba, era el poder, la dominación y la prevalencia de un proyecto político de gran escala, estructural.  Y él era el mesías de ese proyecto.

Arrepentirse de haber apoyado a un dictador porque violó los Derechos Humanos es relativamente sencillo, pues se trataría, finalmente, de un mal hecho, pero por un otro.  En realidad, lo importante para Guzmán fue apoyar a un dictador que le permitió a él mismo, mediante un sinnúmero de circunstancias, hacer para Chile y su destino, un bien considerado —por él y los suyos— como mayor.
De los males que se arrepiente Chadwick, y de los que perfectamente podría también arrepentirse Guzmán, son a duras penas para ese tipo de conciencia, “males por omisión”.
El teatro de operaciones, en la batalla por el poder, estuvo muy claro para Guzmán.  Siempre.
La triada Economía-Universidad-Constitución son para él los lugares por antonomasia donde se juega el poder, la dominación y la posteridad de su proyecto político estructural.
En esa triada, Pinochet es tan solo un instrumento, y la violación a los derechos fundamentales que sistemáticamente perpetró contra una gran número de compatriotas, sin duda, un mal menor.  Permítanme la expresión bárbara que voy a usar, pero se trata de uno aún “más menor”, si tan solo se “apoyó” a ese Dictador.  Y todavía “más menor” si lo único bueno que hizo es obra y gracia no del Dictador precisamente, sino de quienes lo “apoyaron”.

La justificación de Chacarillas

Pinochet realiza un discurso fundamental el 9 de Julio de 1977 que recuerda Renato Cristi en su extraordinario ensayo “El pensamiento político de Jaime Guzmán”: el famoso discurso de Chacarillas.  Ahí Pinochet, en la primera parte, justifica las violaciones a los derechos humanos debido a su carácter necesario, excepcional y transitorio, y dice por ejemplo que “las limitaciones excepcionales que transitoriamente hemos debido imponer a ciertos derechos, han contado con el respaldo del pueblo y de la juventud de nuestra Patria —el joven Chadwick estaba ahí escuchando atento— que han visto en ellas el complemento duro, pero necesario para asegurar nuestra Liberación Nacional…”
En la segunda parte nos recuerda Cristi, Pinochet propone una nueva institucionalidad como la mejor respuesta a las críticas que puedan existir respecto a las violaciones de los derechos fundamentales.  Esa nueva institucionalidad, dice Pinochet, no será “una mera restauración, sino una obra eminentemente creadora”.  Evidentemente está hablando Pinochet de la nueva Constitución por venir, que ordenará todo el naipe institucional desde nuevas bases.
Pues bien.  No es Pinochet quien habla, sino su ventrílocuo.  El discurso de Chacarillas tuvo por autor y redactor a Jaime Guzmán: ahí minimiza las violaciones en vista de la obra creadora.  Se trata pues de violaciones realizadas por el poder militar; poder militar apoyado por civiles en la tarea de crear un nuevo orden institucional.
Cualquiera, hasta Guzmán, se arrepiente de haber brindado ese apoyo.  De la obra, jamás.  De eso, no.  El problema no es el “camino” planteado por Carlos Peña, sino la “obra” (…y disculpen el lenguaje opusdeista, pero es el rector el que empezó).
La “obra” instituyente de Guzmán está en las dimensiones de la Constitución, de la Economía y de la Universidad.  Desde ahí articuló su proyecto político de poder que, no está demás decirlo, tiene como base un concepto instrumental de la democracia, absolutamente alejado del autogobierno de las democracias republicanas, con una particular articulación —nos dice Renato Cristi— de los conceptos de autoridad y libertad.

El aguafiestas oculto

Pues sí, Guzmán concibió a la Universidad como una de las principales instituciones desde la cual enraizar su proyecto político de poder.  Pero, no sólo se debe entender a la Universidad como el lugar de nacimiento del histórico y juvenil brazo armado llamado gremialismo, que después derivaría en la UDI.  Tampoco hay que entender su relación con la Universidad simplemente como el lugar de formación de intelectuales orgánicos para su proyecto.
Ambas cuestiones efectivamente eran importantes para él.  Pero la Universidad era entendida, sobre todo, como otro lugar originario de organización política, social, cultural y civil.  Un proto-ejercicio de lo que la nueva sociedad debía ser.  Y esto ya se aprecia en su juvenil escrito “Teoría sobre la Universidad” del año 1970, cuando sólo tenía 24 años.
En un documental suizo sobre Chile del año 1977 vemos a Jaime Guzmán como nunca lo habíamos visto:  canchero, dueño del mundo, sonriente, asertivo, hablándole a las democracias de Occidente, con poder total, dueño de la cámaras.  Lo vemos como la estrella de la Constituyente.  Se le ve entrar a la Comisión sabiéndose el más importante.
Años antes, tal vez igual o tanto más canchero, en la sesión nº78 de la Comisión Constituyente (15/10/1974), luego de escuchar a los “rectores” (militares delegados) de las Universidades chilenas, se despacha una reflexión memorable en la que apreciamos claramente esta idea de homologar Universidad y sociedad con su proyecto de poder.
Argumenta que tal como ocurrió en el pasado en las universidades “algo similar ocurre con la crisis del régimen democrático que ha experimentado el país. No es que los principios democráticos fundamentales no tengan validez, sino que, si se usan mal, llegará el momento en que no se consigue el bien común a que la sociedad aspira y se tiene que terminar por abolir todo el sistema vigente sobre el cual se sustentan esos principios.”
Pero además, articula una de las ideas fundamentales de su pensamiento respecto a la democracia universitaria, agregando que “lo que cree vital en una universidad es que los estudiantes no deben tener una participación decisoria en la Universidad, ya que ello resulta poco concordante con la condición de personas en formación que son”.
Por razones políticas, ideológicas y estructurales como estas, es como se debe intentar avanzar en una explicación del actual naipe institucional de las universidades chilenas y del atolladero en el cual nos encontramos.

En el inicio de los 80, ya asegurada una Constitución, y ya articulado el orden neoliberal económico, Guzmán se preocupó especialmente por influir en la configuración de los decretos que regularían las universidades en todas sus dimensiones.  Debía resguardar sus ideas, claro está.
Se inventó la idea del “monopolio” de las 8 Universidades existentes y se abrió el mercado, se inició la competición, se regionalizaron las 8 universidades, se echaron a andar las ideas de “libertad de enseñanza” y se incentivó la apertura de nuevas universidades, se discurseó sobre la “igualdad de oportunidades”, comenzó la PAA y la tiranía del mérito, se normó mediante decretos orgánicos la “democracia universitaria”, se despolitizó y gremializó a las comunidades universitarias de académicos, estudiantes y funcionarios… todo marchaba bien, se armaba el mercado de la educación superior y su institucionalidad cuadraba con la ideología de la nueva Constitución de Guzmán.
Pero alguien le aguó la fiesta a las nuevas universidades privadas y a Guzmán. Alguien les estropeó el negocio de la educación superior de entrada. La “obra”.

Uno de los últimos decretos de principios de los 80, que regulaban el financiamiento a las nuevas universidades privadas que venían supuestamente a reparar el mercado monopólico pre-73, las dejó sin posibilidades de recibir aportes y recursos del Estado.  Una desgracia y una traición a la Constitución.
Habían asegurado el poder y orden en las universidades.  Habían creado un mercado a su medida.  Pero no podían recibir recursos del Estado.  Y según Guzmán, debían recibirlo.
Así de seguro porque, conceptualmente, no otorgarles recursos desde el Estado es desconocer su rol subsidiario constitucional.  El Estado debe, según ese concepto, contribuir al financiamiento de las iniciativas privadas en educación superior.  Una correcta aplicación de la subsidiaridad en el financiamiento estatal, dice Guzmán, terminaría “contribuyendo a la gradual desestatización de nuestra estructura universitaria, propósito que por ahora ha quedado frustrado, al menos en forma significativa” (Realidad, Nº32, 1982) Le aguaron la fiesta.

La obra:  el cartel del lucro

Lo que han hecho las universidades privadas, desde los 80 hasta la fecha, es precisamente esto:  revertir este malestar inicial y buscar todas las formas de financiamiento posibles a su tan noble tarea de creación de iniciativas educacionales universitarias, amparados en la libertad de enseñanza constitucional.  Llevar a efecto una de las obras de Guzmán.
Además, amparados en todas las garantías que por más de 20 años han recibido de parte de la clase política, los gobiernos y la vista gorda de los que no fiscalizan el cumplimiento de la ley, han podido crear este verdadero cartel del lucro de la educación superior, una gran obra además heredera de la dictadura.
Disfrazan el lucro, respetan la Constitución y siguen consolidando el proyecto hegemónico de Guzmán.
No obstante, todo ese proyecto político de poder hegemónico educacional y universitario ha terminado por ser descubierto como un verdadero atropello a derechos fundamentales, como lo es por ejemplo una educación de calidad para todos, sin distinción ni segregación.
Todo ese proyecto político de poder hegemónico educacional y universitario ha terminado por ser lo que es:  un verdadero crimen contra derechos fundamentales.
Por ello, se abre camino, cada vez con más fuerza, la hipótesis de que fueron los civiles los que violaron estos otros derechos, tan fundamentales, como los que fueron avasallados por los militares.
Es de esto, de este mal mayor, de aquello que verdaderamente tendrían que arrepentirse Chadwick y los suyos, de aquello en lo cual participaron activamente como civiles.
Pero no lo harán.  Su religión se los prohíbe.  Además, nos dirían, nadie es el guardián de su hermano.

Jaime Retamal
Profesor de Facultad de Humanidades de la Usach
http://educacion.usach.cl

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